Este es uno de esos guisos típicamente madrileños que despiertan sentimientos encontrados, o bien se aman o se detestan, no admiten término medio y no son aptos para pusilánimes.
Los callos, palabra que viene del latín callum, son pedazos de estómago de vaca o de carnero que se comen guisados.
Cuenta Manuel Martínez Llopis que siempre han sido un plato popular, típico de tabernas, fondas y figones, en los que en invierno era frecuente que mostraran en sus escaparates los sabrosos callos en cazuelas de barro o cacerolas esmaltadas, convertidos en un mazacote cuajado en cuyo seno se entreveían los pedazos de morcilla y rodajas de chorizo entre los blanquecinos trozos de intestino. Cuando un parroquiano pedía una ración, el mozo llevaba la cazuela a la cocina y allí se separaba un trozo de esa masa, que sobre la lumbre recobraba su aspecto prístino al licuarse el caldo y liberarse sus componentes.
No se conoce a ciencia cierta la procedencia de esta receta típica de la gastronomía madrileña. Aunque podríamos citar su origen en el siglo XV ya que Enrique de Villena en su obra «Arte cisoria» (1423) habla de este suculento manjar. Especificando ingredientes, maneras de preparación y uso como comida principal para arrieros, comerciantes y vendedores. Se trataba de un plato típico para la gente popular de las villas siendo económico y sustancioso.
Así mismo, Mateo Alemán En 1599 menciona en su Guzmán de Alfarache el plato de callos como: “revoltillos hechos de las tripas, con algo de los callos del vientre”. Y en 1607 Domingo Hernández de Maceras presenta una receta de callos bajo la denominación: «De manjar blanco de callos de vaca«.
Los callos son un plato que ha pasado de ser un guiso tabernario a tener una entidad considerable. Callos o tripas existen en toda España. En la Rioja, En Galicia, En el País Vasco, en Asturias y en Andalucía donde se les conoce como «menudo» sin olvidarnos del “Cap i pota” Catalán. Existen también en otras cocinas: A la moda de Caen, en Francia; «alla fiorentina«, con moderada cantidad de tomate, en Italia. Incluso los hemos tomado a la vietnamita. Pero es en Madrid donde se cocinan con especial gracia. Fue a finales del siglo XVI cuando alcanzaron mayor relevancia. En la Cava Baja, el Mercado de la Cebada o en el de San Miguel se servían a cientos de personas que paseaban por la Villa y la Corte.
Se sabe también que ya en pleno siglo XIX se ofrece en un menú de Lhardy siendo esta su consagración como plato exquisito que pasa de las tabernas a los grandes restaurantes. Así, Ángel Muro en su “Practicón”, se confiesa devoto de este guiso, y contaba que los mejores que había tomado en su vida habían sido unos en Lhardy que habían sido lavados en muchas aguas y desde entonces recomendaba a sus amigos que tuvieran cocineras limpias, pues faltando este requisito, no deben comerse los callos ni en la casa propia, ni en la ajena, ni en el turno de moda de las fondas, ni mucho menos en el antro infernal de los figones.
Santiago Juanes Díaz recopila casi toda la bibliografía que sobre los callos existe y recuerda que el que sabía de tabernas de verdad era Ramón Gómez de la Serna, que interpretó Madrid como pocos y dejó escrito aquello de “eternamente serán los callos un plato sucio, como preparado por los callistas y pedicuros”. También Julio Camba trajinó lo suyo por las tabernas y en especial por Casa Ciriaco, que siempre presumió de tener entre sus especialidades los callos. La Condesa de Pardo Bazán, buena amiga del citado Ángel Muro, llevó a sus recetarios “los callos presentables” y a la madrileña. Y a Benito Pérez Galdós le ponía malo malísimo el afrancesamiento de las denominaciones de las recetas y que “trippes a la mode de Caen” fueran en realidad callos a la madrileña
A nosotros nos gustan en casi todas sus versiones gelatinosos, con la salsa espesada por reducción y no ligada con harina. Con su fondo de verduras, más sin tomate que con él. Pero siempre con un punto alegre de picante.
Rogelio Enriquez
Academia Madrileña de Gastronomía